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Por: Gerson Gómez

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Los cerros tradicionales

Acusamos de recibo por la naturaleza. Nuestros barrios envían a los vertederos montañas de desperdicios. Sin clasificar. Sin separar. Al troche y moche. Al ahí se va. Los camiones navegan entre las venas sucias de las colonias.

En las exclusivas zonas residenciales. Muros de piedra. Contenedores elegantes. Los mozos de las casas. Ya llevan la consigna de no hablar con los recolectores. En el silencio de la militancia empresarial, ni siquiera el sonido de la campana.

Se sigue el guion escrito para los beneficiarios. Igual desechan lo orgánico con lo no perecedero. El chiste es llevarse todo.

De ahí en delante el caos. El repiqueteo de las culturas populares. Cooperación voluntaria. Fruta pasada apenas comestible. Ropa a punto de volverse transparencia. Descomposturas en los aparatos caros.

Todo se lleva el servicio. Latas de cerveza, cristales quebrados, papeles de baño con desechos humanos. Aromática. Despreciable. La basura refleja el contenido social de sus habitantes.

Al llegar a las bandas de separación, el capital humano recibe, separa y descubre pequeñas reliquias innombrables.

Fetos con gestación final. Miembros amputados. Cadáveres sin cabeza. Agujas con sangre de dudosa procedencia o con restos de estupefacientes.

En las calles de entrada a los vertederos, las nubes de polvo, moscas y gente de bien, a punto de recibir el nuevo cargamento, beben el refresco desechable.

A media cuadra, por los andadores de nuestro barrio, quedó pendiente, después de comprimir y filtrar los jugos tóxicos de los vecinos, el zapato sin par, la media corrida y rasgada. La caja de cartón vacía de la pizzería más popular y económica. Ya las hormigas llevan en sus lomos las orillas del pan.

Otro cerro más, de la montaña artificial, de las porquerías humanas.