Sigo siendo el rey
Apeló al nacionalismo a ultranza. Sus creaciones musicales son himnos de locura, desesperanza y desamor. José Alfredo Jiménez pasó del alucinante evangelio de las canchas de futbol a las arrabaleras mezclas de la intoxicación voluntaria de alcohol.
En un país donde los tuertos y los enanos dominan la vida cultural, José Alfredo ajustició la tradición del mal de amores. Lo colocó en el pináculo de la vida ermitaña.
Sus letras, a veces rurales, de sentimiento catalizador, al partir de la patria chica. Apenas las ideas, silbadas o en tonadas rudimentarias, traducidas al guitarrazo solemne. Donde el socio de sus pensamientos tránsfugas, habilitó las notas negras de una sinfonía de orfandad.
José Alfredo es sinónimo de alta graduación. A la par de nuestros proceres Agustín Lara, Cri Cri, y Silvestre Revueltas. Por encima de los aprendices consumados como Juan Gabriel y Armando Manzanero.
Picado por las marcas de su rostro, de mirada feroz, el autor de letras tan puntuales como “El Rey” inaugura el ranchero con vasos comunicantes hasta el Cartel de Santa, Peso Pluma, Maná, Enrique Bunbury y todos los belicosos le deben, por lo menos varias rondas de tragos, al personaje vestido de charro y caporal.
José Alfredo jamás pontificó por encima de su primer amor. El futbol soccer le llevó a la disciplina del entrenamiento. La música regional mexicana y toda Latinoamérica tiene en Jiménez el mejor ejemplo de rajados, pero nunca rotos.
A 50 años de su muerte, las posibilidades infinitas de su legado aplastan toda inconformidad, dependencia y matiza, como cualquier bebida reposada con alta graduación, el orgullo de pertenencia, a una sola dirección.
El amor, en todas sus variantes, como redentor.