Nuestra aparente rendición
A la salida de pandemia, las viejas costumbres retornaron. Una de ellas, la más hiriente, la prueba pisa para medir los conocimientos de los estudiantes de nivel básico.
Se basa en habilidades básicas de los alumnos. En un país tan disperso y multicultural. Donde sacar una radiografía exacta, tomar la temperatura de las derivaciones científicas, del conocimiento, solo sirve para el sesgo desnudista entre quienes carecen hasta de lo indispensable.
Nuestros alumnos, desde hace años, poco comprenden la aritmética y los usos correctos del leguaje, además de las ciencias correlacionadas.
Le cargan la frustración al docente. Al personal de campo. A quienes se hacen cargo de enseñar en las aulas. Pasan el semáforo de los estómagos vacíos. En poblaciones rurales y mixtas. Incluso en zonas populares, donde los tentáculos del crimen organizado son la mejor alternativa para la supervivencia.
Retacan con impostura al sistema federal. Lo exhiben en toda desproporción furiosa. México no es Finlandia, Dinamarca, Noruega o Suecia. A veces ni siquiera a la socialista Cuba, donde la niñez consume libros, en ocasión de la exigua dieta del infame bloqueo norteamericano.
Nuestra esencia basa la educación como medicina amarga. Incapacitante y dolorosa. Al infante se le restringen sus privilegios enviándole a su cuarto a estudiar.
Desde esa visión, la dinámica social frena el desarrollo del conocimiento. Poder es finanzas, no instrucción. El picudo, el transa, el exhibicionista gandalla, es el triunfador en una sociedad tan polarizada e inestable.
Las señales de los resultados de la comprensión general abruman. A las grandes compañías transnacionales les convienen un pueblo sereno. Dócil e ignorante. Apabullado con noticias negativas. Una cuenta más al rosario de nuestras cuentas por pagar: la rendición por desinterés.