Los ternurines la estación del Metro Allende
A la prisa de los viajeros. Unos bajan a lo profundo. Pasillos interminables. Rostros ajados, cansinos. Vienen por el piso financiero. Ya deben las próximas quincenas por los próximos seis meses.
Figuras coreanas o japonesas, de primera generación de las tiendas del potentado Carlos Slim. Nuestros artesanos, en los cubículos, en los fabrican. En el mar de dudas, apenas llegan del barrio bravo de Tepito, en las vecindades en Tepito.
Cuerpos a medio armar. Cabezas acolchonadas. De rostros afables. Grandes ojos. Así nos observan en oriente, En lontananza, donde aquel familiar de ternurines, desde los pequeños hasta los ancianos, en el mundo utópico de paz, juguetean.
Hicieron las grandes ventas. Visitar el metro Allende es conocer la gran juguetería de lo inmediato. Por todo territorio nacional, nuestros niños esperaron aparecer envueltos, de preferencia niñas inquietas, para jugar con las hermanas, primas, vecinas o compañeras de la escuela al retorno en enero.
Dos damas discuten. No por el precio de exhibición. Sino el cariño del músico de show nocturno. La segunda viene del norte. Sostiene el amorío a distancia, con la carretera de la información sobre la fidelidad de la promesa.
Ahorro sus exiguas ganancias vendiendo fajas para bajar de peso. Tres días de Airbnb, en la zona de Tlateloco. Luna rota y de medio turno. El galán debe pasar la noche en casa con la vendedora de ternurines.
Abrir desde las 8 de la mañana. Ofrece descuentos de veinte pesos. Tiene pereza y sospecha de su pareja. Debe ser la navidad. Ni siquiera dio la vuelta para ver como van las ventas. Recoger el dinero. Ni te agüites. Al rato se compone a la salida. Compras de pánico. Nadie llega con las manos vacías. Tampoco tienen relaciones frente a la iglesia donde el batallón Olimpia masacro niños, jóvenes y adultos ese 2 de octubre de 1968.