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Gerardo Ledezma

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Censura y simulación: cuando el poder quiere controlar la conversación

En tiempos donde la conversación pública se construye en redes, plataformas digitales y medios independientes, resulta preocupante ver cómo gobiernos democráticamente electos intentan controlar, limitar y hasta extinguir esos espacios. La libertad de expresión, lejos de fortalecerse, se ve amenazada por discursos contradictorios y decisiones que apelan más al autoritarismo que a la apertura.

Por un lado, se encienden las alarmas en el extranjero. Desde Estados Unidos, el expresidente Donald Trump vuelve a señalar a México como una ruta principal del fentanilo que invade su país. Acusa que los precursores vienen de China y que, a pesar de la militarización de la frontera, la droga fluye sin freno. ¿Qué sentido tiene entonces el despliegue de miles de soldados si el tráfico continúa? ¿Es un acto de protección real o una escenografía política para mostrar músculo sin fondo?

Mientras tanto, en México, las señales internas también son preocupantes. Una nueva reforma en telecomunicaciones promovida por el Gobierno federal y su partido ha desatado una legítima inquietud entre legisladores, especialistas y ciudadanos. Se trata, dicen, de una legislación que no solo busca regular, sino controlar el acceso y el contenido de plataformas digitales. Los reclamos no han sido pocos ni leves: censura, imposición, ausencia de debate y una ruta acelerada que huele a cerrazón institucional.

Lo más inquietante es la forma. No hay foros abiertos, no se han escuchado voces técnicas, ni se ha consultado a medios ni a audiencias. Todo parece obedecer a una lógica unilateral, vertical y peligrosa: si el gobierno no está de acuerdo con lo que se dice, simplemente lo borra, lo silencia, lo desconecta. No es una advertencia cualquiera; es un retroceso que se palpa con cada línea de esta propuesta legal.

La paradoja es amarga. Se presume un gobierno moderno, digital, de avanzada, pero sus actos se asemejan más al control de antaño, al monopolio del mensaje y a la vieja práctica del “lo que diga el jefe”. Este tipo de reformas, lejos de fortalecer la democracia, la empobrecen. Y lo hacen de forma silenciosa, con el riesgo de que, cuando la ciudadanía quiera reclamar, ya no tenga dónde hacerlo.

Hoy son las redes sociales, mañana pueden ser las estaciones de radio, los portales informativos, los canales de televisión. Lo que está en juego no es una simple ley, sino el derecho de millones de personas a informarse, opinar y disentir sin miedo a ser desconectados.

La libertad de expresión no puede depender de la comodidad del poder. Porque cuando el poder se convierte en el único interlocutor válido, la democracia empieza a dejar de serlo.

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