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Gerardo Ledezma

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Aquí no pasa nada… solo se idolatra al narco, se negocia con sus hijos y se envenena la ciudad

En México, la cultura de la impunidad se disfraza con muchos rostros. A veces es un corrido que glorifica al crimen; otras, una planta industrial que vierte veneno en nuestras aguas sin que nadie le exija cuentas. Y mientras los tribunales hacen malabares con formalismos, el daño sigue su curso, silencioso, profundo y, sobre todo, tolerado.

El caso de Los Alegres del Barranco, imputados por proyectar imágenes del líder del Cártel Jalisco Nueva Generación durante sus conciertos, marca un punto crítico en la discusión sobre los límites de la libertad artística y la responsabilidad social. No se trata solamente de lo que se canta, sino de cómo la música puede convertirse en altavoz de una narrativa violenta y criminal que encuentra eco en miles de jóvenes. La Fiscalía de Jalisco busca que enfrenten consecuencias legales, pero el proceso avanza con pasos tímidos, bajo una presión social que exige más que espectáculos mediáticos: quiere justicia real.

Mientras tanto, Ovidio Guzmán, hijo de Joaquín “El Chapo” Guzmán, se encamina a declararse culpable en Estados Unidos. Un paso que, lejos de ser simbólico, representa el reconocimiento de un legado de sangre y drogas exportado desde Sinaloa al mundo. El juicio en Chicago no solo desnuda la capacidad operativa de los cárteles mexicanos en territorio estadounidense, sino también la desarticulación interna del Estado mexicano, incapaz de evitar que sus criminales más notorios terminen negociando su destino en cortes extranjeras.

Pero no todo crimen huele a pólvora. Algunos son inodoros al principio, aunque sus efectos perduran por generaciones. Ternium, la acería ubicada en el corazón de Monterrey, derramó sustancias químicas en el arroyo La Talaverna, afectando al menos a 40 colonias. Las autoridades aún no han emitido una sanción concreta. Las lluvias, en lugar de limpiar, solo ayudaron a esparcir los residuos tóxicos por el sistema hídrico de la región. Y como ya es costumbre, el reclamo ciudadano se topa con el muro de la complicidad oficial y el silencio industrial.

No puede hablarse de gobernabilidad ni de estado de derecho mientras los íconos de la narcocultura se presenten como héroes populares en escenarios multitudinarios, mientras los capos heredan sus imperios a hijos que pactan su rendición sin haber pisado una cárcel mexicana, y mientras las grandes empresas contaminen con permiso tácito del poder.

La justicia en México se sigue administrando a conveniencia, calibrando intereses antes que consecuencias. Hoy, entre guitarras, corridos, acuerdos judiciales y aguas contaminadas, el país escucha tres historias distintas que comparten un mismo fondo: la normalización del delito y la tolerancia institucional. Y eso, al final, nos envenena más que cualquier sustancia tóxica.