
Entre votos dirigidos y vetos selectivos: la arbitrariedad gobierna
En el corazón del Instituto Nacional Electoral (INE), un gesto desafiante pareció resonar con una frase que se ha convertido en emblema de impunidad política: “no hay lugar a dudas”. Con esta expresión, la consejera presidenta Guadalupe Taddei afirmó que la presidencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) recaerá en quien obtenga más votos, sin considerar género alguno. Sin embargo, sus palabras llegan después de una votación cuyos resultados parecían escritos de antemano y en la que una convocatoria que debió atraer atención apenas despertó indiferencia. El escenario describía un proceso que, al cierre de cómputos, coronó como candidato más votado a Hugo Aguilar, abogado indígena de origen oaxaqueño, quien se hará cargo de presidir la Corte durante los primeros dos años.
La insistencia de Taddei en que “El artículo 94 es muy claro. La asignación de cargos inicia con mujeres para dar oportunidad que sean cinco las mujeres que integren la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Eso no significa que la presidencia esté establecido en la Constitución que también se inicie con mujer” subraya la prioridad que se ha puesto en visibilizar la composición de género del máximo tribunal. Aun así, el proceso electoral interno del Poder Judicial se vio marcado por críticas que señalan una votación escénica, donde la ventaja de ciertos aspirantes parecía ya acordada. Desde las instalaciones del INE, la percepción de quienes observaron de cerca este trámite es que, más que un ejercicio democrático, se trató de un acto cuya lógica ya había sido prefijada.
Mientras en el ámbito nacional se discutía la distribución del poder en la Corte, al otro lado de la frontera el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, extendía su mano de hierro sobre la movilidad internacional. A través de un documento oficial de la Casa Blanca, anunció la prohibición de entrada de ciudadanos de doce países, medida que, según su administración, respondía al “reciente ataque terrorista en Boulder, Colorado”, que “ha subrayado los peligros extremos que representa la entrada de ciudadanos extranjeros que no están debidamente verificados”. Entre los territorios afectados por esta decisión se encuentran naciones cuya población tiene historias complejas con conflictos armados, dictaduras y crisis humanitarias.
La avanzada restrictiva no se limitó a una sola lista. Trump amplió la medida para restringir el ingreso de ciudadanos de siete países adicionales, entre los cuales figuran naciones con las que Estados Unidos mantiene relaciones diplomáticas tensas o en desarrollo. Finalmente, extendió la prohibición de visas a estudiantes extranjeros que debieran comenzar estudios en Harvard, afectando a personas originarias de Afganistán, Birmania, Chad, la República Democrática del Congo, Guinea Ecuatorial, Eritrea, Haití, Irán, Libia, Somalia, Sudán y Yemen.
La convergencia de estos dos episodios revela, por un lado, la volatilidad de las reglas internas de nuestras instituciones cuando la política parece anteponerse a la justicia, y, por el otro, el auge de una política migratoria basada en la exclusión y la seguridad nacional. Ambos casos comparten el fondo de una misma preocupación: quién tiene el poder para decidir, a quién se le permite participar y quién queda relegado al margen. Las preguntas que quedan flotando son las mismas: ¿podremos encontrar en la transparencia y la inclusión un camino que derrote la sombra de los intereses preestablecidos?