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Gerardo Ledezma

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El mundo al borde: violencia política y explosión social marcan el pulso de Estados Unidos y Nepal

El planeta parece hervir en un caldero que no da tregua. En Estados Unidos, la muerte de Charlie Kirk frente a miles de personas en la Utah Valley University sacude la conciencia colectiva. Trump lo llamó un “mártir de la verdad” y acusó a la izquierda radical de fomentar la violencia que terminó con la vida de un activista conservador. Kirk, un joven que logró movilizar a votantes y dar voz a la extrema derecha juvenil, cayó víctima de un disparo desde un techo mientras hablaba sobre religión y derechos, en lo que claramente se califica como un asesinato político. El tiroteo, registrado por decenas de cámaras y presenciado por cientos, revela un país donde la retórica incendiaria y la polarización alcanzan niveles que no admiten tregua. Las promesas de justicia y la condena a los responsables apenas alcanzan para contener la indignación que atraviesa la sociedad estadounidense.

Al otro lado del mundo, Nepal arde. La chispa fue mínima: la suspensión de internet, una medida gubernamental que desató la furia de una población joven cansada de corrupción y de gobiernos opacos. Lo que comenzó como protestas pacíficas se transformó en violencia desenfrenada; manifestantes incendiaron el Parlamento y otros símbolos del poder, mientras la muerte de Rajyalaxmi Chitrakar —víctima de los disturbios— marcaba la tragedia de un país sumido en el caos. La renuncia del primer ministro KP Sharma Oli es apenas un síntoma de la crisis profunda que sacude a la nación asiática, donde la juventud y la desesperanza chocan con un aparato de Estado que parece perder control ante la ira popular.

Ambos casos, separados por océanos y culturas, muestran un denominador común: sociedades al límite, incapaces de gestionar conflictos internos y de contener el odio que se incubó durante años. La violencia política en Estados Unidos y la explosión social en Nepal son advertencias sobre lo que ocurre cuando la polarización, la censura y la impunidad encuentran terreno fértil. La indignación no se disipa con banderas a media asta ni con la renuncia de líderes; requiere diálogo, responsabilidad y medidas que realmente reconcilien a las sociedades.

El mundo está al borde, y lo que observamos no es un accidente de la historia: es la consecuencia directa de la intolerancia, la injusticia y la incapacidad de los gobiernos para escuchar y proteger a sus ciudadanos.

Ojalá y algunos países, como el nuestro. Entiendan de que la gente ya no está para tolerar cualquier tipo de “abuso” que afecta los interés de ciertos grupos. Porque de lo contrario están sentenciados a sufrir las consecuencias.