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Gerardo Ledezma

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El silencio del Estado ante la voz que se atrevió a desafiar al miedo

El asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, no es solo otro hecho de violencia en Michoacán: es una advertencia. Es la respuesta brutal de un sistema criminal que ha dejado de temerle al Estado porque, en buena medida, el Estado ha dejado de hacerse respetar.

Carlos Manzo fue una figura incómoda. Denunció públicamente lo que muchos prefieren callar: que Michoacán está secuestrado por el crimen organizado, que en los municipios el poder se reparte entre la política, las armas y el miedo. Lo hizo con nombres, con señalamientos directos, y por eso lo mataron.

El mensaje del fiscal Carlos Torres Piña confirma lo que ya se sabe: el asesinato fue certero, planeado y ejecutado con total impunidad. A pesar de contar con 14 elementos de la Guardia Nacional y un esquema de seguridad reforzado, el alcalde fue asesinado en pleno festival, frente a la gente. Nadie lo protegió. Nadie respondió. Nadie explica cómo un hombre resguardado por fuerzas federales pudo ser alcanzado por los sicarios.

Omar García Harfuch, titular de Seguridad Pública Federal, dijo que Manzo tenía asignado personal y vehículos del Ejército. El general Ricardo Trevilla aseguró que hubo reuniones y operativos. Pero los resultados están a la vista: un alcalde muerto, un agresor abatido y ninguna línea de investigación sólida. Las palabras oficiales suenan huecas frente a la evidencia de un Estado que observa sin poder, sin control y sin vergüenza.

La Conferencia del Episcopado Mexicano lo dijo con claridad: “El asesinato de quienes se atreven a levantar la voz es el reflejo de un grave debilitamiento del orden constitucional.” Los obispos exigen combatir “con determinación e inteligencia el verdadero crimen”, ese que ha infiltrado gobiernos locales, cuerpos policiales y hasta las calles de los pueblos.

Pero la pregunta es otra: ¿quién tiene hoy la fuerza moral y política para hacerlo? En Michoacán, los grupos armados no solo mandan; controlan el territorio, deciden la vida económica y dictan la ley del silencio. Cada alcalde asesinado es una señal de que gobernar en ciertas regiones del país equivale a firmar una sentencia de muerte.

Carlos Manzo no era un político perfecto. Fue criticado por su discurso duro, incluso por su política de “mátalos en caliente”, pero tuvo el valor de decir lo que el resto calla. En un entorno donde el miedo dicta la agenda, su voz representó resistencia. Y por eso la apagaron.

Hoy, mientras las autoridades improvisan comunicados y los manifestantes descargan su rabia frente al Palacio de Gobierno, la realidad se impone: Michoacán es el espejo más crudo de un país que ha normalizado el terror.

La ejecución de Carlos Manzo no solo asesinó a un hombre. Mató, una vez más, la esperanza de que el Estado mexicano aún tenga la capacidad —y la voluntad— de proteger a quienes lo desafían en nombre de la verdad.Por cierto, debemos estar atentos al posible discurso de la President (A) que sigue sin entender que el narco ya rebasó por completo al estado, gracias a la estúpida política de “abrazos no balazos” que dejó su antecesor López Obrador que me imagino que desde la “Chingada” ha de seguir pensando de que el pueblo es bueno…hasta que se canse.