El cariño del acomodador
Conmueve verlos con sus playeras. Los identificas a lo largo de toda la feria. Octubre, el mes de las letras. Cuando la lluvia llega y el calor disminuye.
Cada uno de los stands ofrece títulos y autores. Vanidad de artistas. El síndrome de quienes apenas publican.
A la vida se llega a tener un hijo, sembrar un árbol y escribir un libro. Poco importa el orden. Puedes comenzar con el libro. Irene Vallejo, la ensayista española, en su genial trabajo, nos demuestra el amor por las ideas.
Cada feria del libro, en cualquier parte del globo terráqueo, como la alemana en Frankfurt, la reconocen por su calidad. Ahí se placean los agentes literarios.
En nuestra América, tan poco convencional, como ilustrada, algunas sobresalen en su calado, cantidad de asistentes y oferta cultural.
La del Palacio de Minería en un edificio monumental. La popular en la Plancha del Zócalo. La de luminarias en Guadalajara. La entristecida de Monterrey.
Para cada asistente, las fechas se consagran en los calendarios. Por lo menos de quienes el ocio creativo de cultivar la lectura en los tiempos muertos.
Los acomodadores de libros, los vendedores, esa chiquillada apenas con edad para amarrar bien las agujetas de sus zapatos, enloquecen entre los diletantes.
Aquellos tránsfugas emocionales. Han venido a celebrar la palabra. Plasmar en sus páginas nuevas.
Como en todos lugares, hay algunos ladronzuelos. Quienes se hacen de las novedades editoriales sin pagar el costo de la publicación.
Hay libros para todos, incluso para ciegos o débiles visuales. El principio, escribió el apóstol San Juan, era el verbo.
Esta semana se hace carne. Pásele a invertir en lo vicario. Algo bueno, entre tanta marea de malas noticias e incluso desorganización de la FIL de Monterrey, se podrá llevar a casa. Incluso, como adorno, como el evangelio con letras doradas, en la salita de espera, del hogar envenenado.