
Michoacán: entre el crimen y la indiferencia
Para qué nos hacemos. Lo de Uruapan fue un asesinato certero, otro más que desnuda la fragilidad de un Estado que lleva años desmoronándose entre discursos y excusas. Mientras el secretario de Seguridad, Omar García Harfuch, intenta explicar que los policías municipales que resguardaban al alcalde Carlos Manzo no tuvieron relación con el crimen, la realidad vuelve a golpear a Michoacán: la violencia no se ha ido, solo se ha institucionalizado.
Durante la celebración del Día de Muertos, el alcalde fue abatido a balazos, y aunque uno de sus propios escoltas logró derribar a uno de los asesinos, el hecho dejó en claro que ni los servidores públicos con protección oficial están a salvo. Harfuch dice que ya se tiene identificado al presunto homicida por su vestimenta y que analizan cámaras para rastrear su paradero. Lo de siempre: una investigación que promete resultados pero que probablemente termine como tantas otras, archivada entre promesas y silencios.
Mientras tanto, la rabia estalló en Morelia. Estudiantes, cansados de la impunidad, salieron a las calles para exigir la revocación de mandato del gobernador Alfredo Ramírez Bedolla. Las protestas se tornaron violentas; gases lacrimógenos, empujones y detenciones marcaron una tarde que dejó ver el hartazgo de una sociedad que ya no cree ni en los operativos ni en los discursos oficiales sobre la “transformación”.
Michoacán se hunde en una espiral donde los muertos se acumulan y las explicaciones sobran. Se exige justicia, pero lo único que abunda es el miedo. Y mientras el país observa cómo el crimen organizado impone su ley en los municipios, el gobierno federal se enreda en pleitos diplomáticos con Perú por otorgar asilo político a una ex primera ministra acusada de intentar un golpe de Estado.
México, obstinado en defender causas ajenas, mientras sus alcaldes caen asesinados en plena festividad nacional. Michoacán no necesita comunicados ni condolencias; necesita que alguien lo gobierne con valor y no con retórica. Porque cada vez que un líder local cae, no solo muere una persona: se apaga otro pedazo del Estado que aún pretende llamarse mexicano.



